Mostrando entradas con la etiqueta barrio antiguo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta barrio antiguo. Mostrar todas las entradas

miércoles, 28 de noviembre de 2007

"Con el frío hasta los huesos" un relato de algo que nos pasó en Monterrey, en el barrio antiguo...


Viernes 23 de noviembre 2007

Salimos Tere y yo por la noche buscando un poco de diversión y llegamos a ese lugar en lo profundo del Barrio Antiguo. Recién entramos y un desfile colorido nos recibió. Iban y venían a lo largo del pasillo figuras delgadas ataviadas en llamativos vestidos color naranja. Un poco desconcertados nos miramos entre nosotros sin saber de qué se trataba todo eso. Solo pretendíamos comer tranquilos y francamente esto no iba con nuestra idea. Nos miramos uno al otro y sin decir palabras decidimos dejar el lugar. De pronto, una persona que nos daba la espalda volteó. La sensación de no saber si era "ella" o "él" me invadió, y fue hasta que oí su voz que salí de dudas: La dama, que vestía una sudadera con una capucha negra, nos habló como adivinando que pensábamos salir pronto de ahí y nos preguntó:
—¿Mesa para dos? —Nos miró intensamente y, por alguna ra-zón, asentimos— Perfecto, síganme.
Atravesamos el pasillo por el cual el desfile aún se llevaba a cabo. Realmente estaba desconcertado porque, aunque mi cerebro me decía que era imposible, tuve la sensación de que las figuras pasaban por entre nosotros como fantasmas. Subimos unas escaleras en espiral y llegamos a un tapanco donde estaban las mesas. La iluminación era con base en velas que apenas alumbraban más allá de la superficie de cada mesa. Eran unos cuantos puntos de luz muy tenues y ambarinos, distanciados entre sí como lánguidas estrellas. Y detrás de esas estrellas parecía como si no existiese más que la interminable negrura del firmamento.
Antes de elegir una mesa nos recargamos un poco sobre un barandal que permitía ver el pasillo por el que habíamos pasado y nos dimos cuenta que el desfile había terminado sin más. Me pareció extraño, pero no lo suficiente como para desperdiciar la noche pensando en ello. 
Estábamos conversando un poco: Hablábamos de la decoración del lugar y de lo acogedor que nos resultaba. Cuando, repentina-mente, un grito fortísimo y prolongado nos espantó. Unos pasos fuertes y rápidos hacían eco abajo en el corredor y por entre las penumbras salió un hombre con disfraz de conquistador español. Se recargó en una columna como si estuviera cansado. Estaba vociferando cosas, a veces ininteligibles, pero que bien parecían las quejas de un anciano, porque estaba hablando de los viejos tiempos. Volvía a gritar y corría hacia otro extremo del lugar, haciendo los mismos ademanes. Finalmente hizo una especie de reverencia y se fue gritando palabras de despedida. Fue un extraño performance a mi parecer. A pesar de los sucesos tan extraños que habíamos atestiguado, ni Tere ni yo estábamos asustados; era como si estuviésemos en un sueño muy extravagante. Así continuamos con la cena y la plática mientras los murmullos de los otros comensales, cuyas caras no se alcanzaban a distinguir por la escasa iluminación, se oían de fondo.
Una voz femenina se dejó oír al fondo, cerca de la esquina. Una mujer entre las sombras anunciaba al “Bailaor”. Las guitarras de músicos ausentes sonaron, las castañuelas repiquetearon y, tras el grito pasional de un cantaor fantasmagórico, apareció en la duela el hombre aquel. Las luces bañaban sus movimientos ágiles y expresivos dejando una estela multicolor en cada giro que hacía. Las palmas rítmicas de los músicos sonaban alrededor del escenario tal como si estuvieran detrás de nosotros; y a los lados; y encima. El Bailaor salía y entraba de las penumbras entre canción y canción, y la dama recitaba poemas melancólicos entre estos vaivenes. Los zapatos azotaron estruendosamente el piso en el final del acto y el Bailaor se internó en las sombras para no volver.
Tere y yo nos levantamos de la mesa y nos aprestábamos a regresar a nuestra casa. Nadie nos condujo a la puerta, pues no había nadie ya: las mesas estaban vacías y el personal, ausente. Lo sobre-natural nos rodeaba tanto que para esa hora parecía que nada nos podría sorprender; pero eso es algo que no se puede asegurar en un lugar como aquél y menos por la noche.
Desconocíamos la hora. El único reloj que pudimos ver esa noche estaba en una torre y estaba detenido por completo. El frío llegaba hasta los huesos y las gotas de lluvia eran tan suaves que flotaban como plumas. Estábamos solos en los callejones; hasta nuestras pi-sadas resonaban por las paredes viejas del barrio. Tiritábamos por el viento gélido y ni abrazados podíamos combatirlo. Hasta que una ola de calor reconfortante nos hizo detener. Era inexplicable ese calor porque no había ninguna fuente visible cerca; pero estaba tan rico que nos paramos un momento, dándole la espalda a la casa. Expresamos nuestro contento con sonrisas de oreja a oreja.
—Buenas noches —se escuchó.
El saludo nos tomó por sorpresa y volteamos de inmediato: Un caballero algo viejo, de larga barba y mirada sabia nos saludaba a través de los barrotes de una ventana. No reconocí su rostro pero tuve la sensación de haberlo visto antes y el olor que emanaba de la casa me recordaba algo. Incluso me vino a la memoria un viaje que hice a Guanajuato cuando era estudiante; lo había olvidado por completo. Sentí algo igual a aquella vez, cuando paseé por entre sus callejones estrechos bajo la luz de los candiles. La respuesta ron-daba mi mente pero no aterrizaba. Era extraño, como si una fuerza ajena a mí estuviera reprimiendo el recuerdo.
Mientras intentaba recordar, el viejo habló rápidamente:
—Veo que están a gusto y eso me alegra. Pongo siempre el fogón alto para que los paseantes se sacudan un poco el frío. Uno siempre debe ayudar al prójimo ¿no creen?...no se sabe cuándo podríamos necesitar la ayuda de vuelta. Pobres de aquellas almas que nunca le tendieron la mano al necesitado —concluyó, reflexivo.
Su voz era tan dulce y potente al mismo tiempo. Sus pausas eran magistrales. Subía el volumen de la voz y cambiaba la entonación. Era un orador; sin duda alguna era maestro de ceremonias, o poeta; incluso, podría ser líder de algún grupo religioso. Se extendió un buen rato en sus palabras: me halagó a mí y a mi esposa; me dijo que era afortunado y me felicitó por estar con ella; habló de tantas cosas que bien pudo pasar más de una hora. Era tan agradable oírlo que, fácilmente, nos hubiéramos quedado hasta el amanecer. Sin embargo, todo tiene un final y el de esa noche se aproximaba.
—Es un poco tarde, espero no haberlos aburrido mucho con mis palabras. Ya saben: un viejo como yo necesita la compañía de personas y cuando éstas llegan, pues hace uno lo imposible por re-tenerlas —dijo—. Retomando el tema ese de la ayuda al prójimo...pues me siento apenado por tener que molestarlos, pero creo que necesito su ayuda, jóvenes. Verán: ésta tarde entré a casa y le pedí a mi sirvienta que cerrara al salir; pero olvidé mis llaves en mi oficina; de tal forma que estoy encerrado, y como Juanita no vendrá este fin de semana…ya se imaginarán.
—Bueno Señor, ¿cómo podemos ayudarlo? —dijo Tere.
Él sonrió. Su sonrisa, algo maliciosa en instantes, desentonaba un poco con su apariencia anterior. En ese momento me sentí raro y además estaba abrumado por el viejo y raro recuerdo que no terminaba de agarrar forma. Pero pasé por alto el suceso ese de la sonrisa y me disponía a ayudar al señor en lo que nos estaba pidiendo.
—Veamos, ¿Cómo haremos para abrir la puerta? — se preguntó a sí mismo.
Reaccionó rápido, como si de antemano supiera la respuesta a su pregunta recién hecha.
—Mira, físicamente te noto fuerte; creo que si pusieras la fuerza suficiente podrías derribar la puerta de la casa...está algo vieja y cederá sin duda —dijo e hizo una pausa— Sí, hazlo, no te preocupes que mañana mismo la mando reparar.
Di un paso al frente en dirección a la puerta y no pude evitar mirarlo. La expresión de su rostro era de emoción. Una cara de emoción rayana en la locura. Dejé de caminar y me clavé en esa mirada demencial. El anciano se percató de inmediato y me miró con severidad. Ahora me atravesaba con una mirada iracunda mezclada con algo de impaciencia. Por unos segundos quedé petrificado. La fuerza extraña que mantenía esos recuerdos atrapados, cedió, y estos aparecieron a granel y un chispazo de claridad cayó sobre mí. Me transporté al pasado y supe que, en efecto, no era la primera vez que nos encontrábamos. Las escenas que al principio eran borrosas e incorpóreas, ahora eran claras como la luz del día. 
—Guanajuato, Callejón del infierno— dije para mí, absorto.
— ¡¿De qué hablas?! –me contestó desesperado.
— ¡Usted es el Diablo! —le grité.
En un viaje a Guanajuato me hallé deambulando por los angostos callejones en la madrugada. Me advirtieron que no me atreviera a pasar por el callejón del infierno a esas horas, mas yo lo tomé como un cuento para asustar a los niños. Aún recuerdo que cuando me faltaban pocos metros para llegar a dicho callejón, los perros aullaron a una voz y el viento sopló; pero no paré. Un intenso olor y un calor abrasador me atraparon y al llegar a la esquina, un caballero de sonrisa retorcida me salió al paso. No tuve tiempo de hablar con él porque caí desmayado. Al día siguiente todo me pareció una pesadilla y con el tiempo fui reprimiendo ese recuerdo.
Al escuchar mi respuesta su voz cambió a otra más profunda. Abrió más los ojos y su expresión era de una ira completa y sin ataduras, ahora sí.
—Teresa, dile a tu esposo que lo que dice son tonterías: ¡El Diablo no existe!
Tere también pudo despertar del letargo y se alejó de la ventana con desconcierto.
— ¿Cómo sabe mi nombre? —le dijo, extrañada.
— ¡Sáquenme! —gritó.
Ambos corrimos despavoridos sin mirar atrás; pero  regresamos a la mañana siguiente para clavar unas tablas a la ventana y evitar que alguien más lo viera. Temíamos que estuviera ahí en la penumbra, con sus ojos brillando intensamente, gritando cosas que hicieran que la sangre se nos helara, pero no nos fuimos hasta acabar la obra. Luego pegamos un letrero que decía: “Huyan del calor, el infierno está cerca”.
De alguna forma El diablo está encerrado en esa casa. ¿Quién lo encerró? Quién sabe. Pero lo que sí es seguro es, como escuché una vez en la dimensión desconocida, que no se puede mantenerlo encerrado para siempre.
Esa fue una noche extraña, incluso creo que hasta pudimos soñarlo todo. Pero nunca hemos vuelto a pasar por esa calle ni hablado con ningún extraño por la ventana de ninguna otra casa. Ahora preferimos el frío, ese que cala en los huesos.


----------------------------------------------------------------------------------------------