Viernes 23 de noviembre 2007
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Salimos
Tere y yo por la noche buscando un poco de diversión y llegamos a ese lugar en
lo profundo del Barrio Antiguo. Recién entramos y un desfile colorido nos
recibió. Iban y venían a lo largo del pasillo figuras delgadas ataviadas en
llamativos vestidos color naranja. Un poco desconcertados nos miramos entre
nosotros sin saber de qué se trataba todo eso. Solo pretendíamos comer
tranquilos y francamente esto no iba con nuestra idea. Nos miramos uno al otro
y sin decir palabras decidimos dejar el lugar. De pronto, una persona que nos
daba la espalda volteó. La sensación de no saber si era "ella" o
"él" me invadió, y fue hasta que oí su voz que salí de dudas: La
dama, que vestía una sudadera con una capucha negra, nos habló como adivinando
que pensábamos salir pronto de ahí y nos preguntó:
—¿Mesa
para dos? —Nos miró intensamente y, por alguna ra-zón, asentimos— Perfecto, síganme.
Atravesamos
el pasillo por el cual el desfile aún se llevaba a cabo. Realmente estaba
desconcertado porque, aunque mi cerebro me decía que era imposible, tuve la
sensación de que las figuras pasaban por entre nosotros como fantasmas.
Subimos unas escaleras en espiral y llegamos a un tapanco donde estaban las
mesas. La iluminación era con base en velas que apenas alumbraban más allá de
la superficie de cada mesa. Eran unos cuantos puntos de luz muy tenues y
ambarinos, distanciados entre sí como lánguidas estrellas. Y detrás de esas
estrellas parecía como si no existiese más que la interminable negrura del
firmamento.
Antes
de elegir una mesa nos recargamos un poco sobre un barandal que permitía ver el
pasillo por el que habíamos pasado y nos dimos cuenta que el desfile había
terminado sin más. Me pareció extraño, pero no lo suficiente como para
desperdiciar la noche pensando en ello.
Estábamos
conversando un poco: Hablábamos de la decoración del lugar y de lo acogedor que
nos resultaba. Cuando, repentina-mente, un grito fortísimo y prolongado nos
espantó. Unos pasos fuertes y rápidos hacían eco abajo en el corredor y por
entre las penumbras salió un hombre con disfraz de
conquistador español. Se recargó en una columna como si estuviera cansado.
Estaba vociferando cosas, a veces ininteligibles, pero que bien parecían las quejas
de un anciano, porque estaba hablando de los viejos tiempos. Volvía a gritar y
corría hacia otro extremo del lugar, haciendo los mismos ademanes. Finalmente
hizo una especie de reverencia y se fue gritando palabras de despedida. Fue un
extraño performance a mi parecer. A pesar de los sucesos tan extraños que
habíamos atestiguado, ni Tere ni yo estábamos asustados; era como si estuviésemos
en un sueño muy extravagante. Así continuamos con la cena y la plática mientras
los murmullos de los otros comensales, cuyas caras no se alcanzaban a
distinguir por la escasa iluminación, se oían de fondo.
Una voz
femenina se dejó oír al fondo, cerca de la esquina. Una mujer entre las sombras
anunciaba al “Bailaor”. Las guitarras de músicos ausentes sonaron, las
castañuelas repiquetearon y, tras el grito pasional de un cantaor
fantasmagórico, apareció en la duela el hombre aquel. Las luces bañaban sus
movimientos ágiles y expresivos dejando una estela multicolor en cada giro que
hacía. Las palmas rítmicas de los músicos sonaban alrededor del escenario tal
como si estuvieran detrás de nosotros; y a los lados; y encima. El Bailaor
salía y entraba de las penumbras entre canción y canción, y la dama recitaba
poemas melancólicos entre estos vaivenes. Los zapatos azotaron estruendosamente
el piso en el final del acto y el Bailaor se internó en las sombras para no
volver.
Tere y
yo nos levantamos de la mesa y nos aprestábamos a regresar a nuestra casa.
Nadie nos condujo a la puerta, pues no había nadie ya: las mesas estaban
vacías y el personal, ausente. Lo sobre-natural nos rodeaba tanto que para esa
hora parecía que nada nos podría sorprender; pero eso es algo que no se puede
asegurar en un lugar como aquél y menos por la noche.
Desconocíamos
la hora. El único reloj que pudimos ver esa noche estaba en una torre y estaba
detenido por completo. El frío llegaba hasta los huesos y las gotas de lluvia
eran tan suaves que flotaban como plumas. Estábamos solos en los callejones;
hasta nuestras pi-sadas resonaban por las paredes viejas del barrio.
Tiritábamos por el viento gélido y ni abrazados podíamos combatirlo. Hasta que
una ola de calor reconfortante nos hizo detener. Era inexplicable ese calor
porque no había ninguna fuente visible cerca; pero estaba tan rico que nos
paramos un momento, dándole la espalda a la casa. Expresamos nuestro contento
con sonrisas de oreja a oreja.
—Buenas
noches —se escuchó.
El
saludo nos tomó por sorpresa y volteamos de inmediato: Un caballero algo viejo,
de larga barba y mirada sabia nos saludaba a través de los barrotes de una
ventana. No reconocí su rostro pero tuve la sensación de haberlo visto antes y
el olor que emanaba de la casa me recordaba algo. Incluso me vino a la memoria
un viaje que hice a Guanajuato cuando era estudiante; lo había olvidado por
completo. Sentí algo igual a aquella vez, cuando paseé por entre sus callejones
estrechos bajo la luz de los candiles. La respuesta ron-daba mi mente pero no
aterrizaba. Era extraño, como si una fuerza ajena a mí estuviera reprimiendo el
recuerdo.
Mientras
intentaba recordar, el viejo habló rápidamente:
—Veo
que están a gusto y eso me alegra. Pongo siempre el fogón alto para que los
paseantes se sacudan un poco el frío. Uno siempre debe ayudar al prójimo ¿no
creen?...no se sabe cuándo podríamos necesitar la ayuda de vuelta. Pobres de
aquellas almas que nunca le tendieron la mano al necesitado —concluyó,
reflexivo.
Su voz
era tan dulce y potente al mismo tiempo. Sus pausas eran magistrales. Subía el
volumen de la voz y cambiaba la entonación. Era un orador; sin duda alguna era
maestro de ceremonias, o poeta; incluso, podría ser líder de algún grupo
religioso. Se extendió un buen rato en sus palabras: me halagó a mí y a mi
esposa; me dijo que era afortunado y me felicitó por estar con ella; habló de
tantas cosas que bien pudo pasar más de una hora. Era tan agradable oírlo que,
fácilmente, nos hubiéramos quedado hasta el amanecer. Sin embargo, todo tiene
un final y el de esa noche se aproximaba.
—Es un
poco tarde, espero no haberlos aburrido mucho con mis palabras. Ya saben: un
viejo como yo necesita la compañía de personas y cuando éstas llegan, pues
hace uno lo imposible por re-tenerlas —dijo—. Retomando el tema ese de la ayuda
al prójimo...pues me siento apenado por tener que molestarlos, pero creo que
necesito su ayuda, jóvenes. Verán: ésta tarde entré a casa y le pedí a mi sirvienta
que cerrara al salir; pero olvidé mis llaves en mi oficina; de tal forma que
estoy encerrado, y como Juanita no vendrá este fin de semana…ya se imaginarán.
—Bueno
Señor, ¿cómo podemos ayudarlo? —dijo Tere.
Él
sonrió. Su sonrisa, algo maliciosa en instantes, desentonaba un poco con su
apariencia anterior. En ese momento me sentí raro y además estaba abrumado por
el viejo y raro recuerdo que no terminaba de agarrar forma. Pero pasé por alto
el suceso ese de la sonrisa y me disponía a ayudar al señor en lo que nos
estaba pidiendo.
—Veamos,
¿Cómo haremos para abrir la puerta? — se preguntó a sí mismo.
Reaccionó
rápido, como si de antemano supiera la respuesta a su pregunta recién hecha.
—Mira,
físicamente te noto fuerte; creo que si pusieras la fuerza suficiente podrías
derribar la puerta de la casa...está algo vieja y cederá sin duda —dijo e hizo
una pausa— Sí, hazlo, no te preocupes que mañana mismo la mando reparar.
Di un
paso al frente en dirección a la puerta y no pude evitar mirarlo. La expresión
de su rostro era de emoción. Una cara de emoción rayana en la locura. Dejé de
caminar y me clavé en esa mirada demencial. El anciano se percató de inmediato
y me miró con severidad. Ahora me atravesaba con una mirada iracunda mezclada
con algo de impaciencia. Por unos segundos quedé petrificado. La fuerza
extraña que mantenía esos recuerdos atrapados, cedió, y estos aparecieron a
granel y un chispazo de claridad cayó sobre mí. Me transporté al pasado y supe
que, en efecto, no era la primera vez que nos encontrábamos. Las escenas que al
principio eran borrosas e incorpóreas, ahora eran claras como la luz del
día.
—Guanajuato,
Callejón del infierno— dije para mí, absorto.
— ¡¿De
qué hablas?! –me contestó desesperado.
— ¡Usted
es el Diablo! —le grité.
En un
viaje a Guanajuato me hallé deambulando por los angostos callejones en la
madrugada. Me advirtieron que no me atreviera a pasar por el callejón del
infierno a esas horas, mas yo lo tomé como un cuento para asustar a los niños.
Aún recuerdo que cuando me faltaban pocos metros para llegar a dicho callejón,
los perros aullaron a una voz y el viento sopló; pero no paré. Un intenso olor
y un calor abrasador me atraparon y al llegar a la esquina, un caballero de
sonrisa retorcida me salió al paso. No tuve tiempo de hablar con él porque caí
desmayado. Al día siguiente todo me pareció una pesadilla y con el tiempo fui
reprimiendo ese recuerdo.
Al
escuchar mi respuesta su voz cambió a otra más profunda. Abrió más los ojos y
su expresión era de una ira completa y sin ataduras, ahora sí.
—Teresa,
dile a tu esposo que lo que dice son tonterías: ¡El Diablo no existe!
Tere
también pudo despertar del letargo y se alejó de la ventana con desconcierto.
— ¿Cómo
sabe mi nombre? —le dijo, extrañada.
— ¡Sáquenme!
—gritó.
Ambos
corrimos despavoridos sin mirar atrás; pero regresamos a la mañana
siguiente para clavar unas tablas a la ventana y evitar que alguien más lo
viera. Temíamos que estuviera ahí en la penumbra, con sus ojos brillando
intensamente, gritando cosas que hicieran que la sangre se nos helara, pero no
nos fuimos hasta acabar la obra. Luego pegamos un letrero que decía: “Huyan
del calor, el infierno está cerca”.
De
alguna forma El diablo está encerrado en esa casa. ¿Quién lo encerró? Quién
sabe. Pero lo que sí es seguro es, como escuché una vez en la dimensión
desconocida, que no se puede mantenerlo encerrado para siempre.
Esa fue
una noche extraña, incluso creo que hasta pudimos soñarlo todo. Pero nunca
hemos vuelto a pasar por esa calle ni hablado con ningún extraño por la ventana
de ninguna otra casa. Ahora preferimos el frío, ese que cala en los huesos.